martes, 2 de noviembre de 2010

Valores de paz para la Escuela

Valores mínimos para crear en la escuela, espacios de paz
José Tuvilla Rayo
            La Cultura de Paz, resultado de un largo proceso de reflexión y de acción no es un concepto abstracto, sino que fruto de una actividad prolongada a favor de la paz en distintos periodos históricos y en diferentes contextos, constituye un elemento dinamizador, abierto a las constantes y creativas aportaciones que hagamos. La educación en este proceso ocupa un importante papel pues gracias a la relación interactiva y sinérgica que mantiene con la Cultura de paz favorece el desarrollo del resto de ámbitos donde esta se desarrolla y construye. Es a través precisamente de la educación que las sociedades alcanzan mayores cotas de desarrollo humano, superan los prejuicios y estereotipos que segregan y separan a unos de otros, se establecen relaciones basadas en la cooperación y la participación, se aprehende y comprende el mundo diverso y plural en el que vivimos, se desarrollan las habilidades y capacidades necesarias para comunicarse libremente, se fomenta el respeto de los derechos humanos y se enseñan y aprenden las estrategias para resolver los conflictos de manera pacífica. ¿Pero cuáles son los valores mínimos universalizables que deben orientar la Educación para la Cultura de Paz? En este sentido, el “Manifiesto 2000”, redactado por un grupo de premios Nobel, contiene los seis principios clave que definen la Cultura de Paz y que resumen, para nuestro propósito, los valores mínimos para crear espacios de paz en los centros docentes.
Respetar la vida
Respetar la vida es el presupuesto básico del catálogo de los derechos humanos, sin el cual no es posible el ejercicio de los demás derechos. Principio este que está estrechamente vinculado a dos de los pilares básicos de la educación: aprender a vivir juntos y aprender a ser. Según estos pilares las misiones, entre otras, de la educación serían: “enseñar la diversidad de la especie humana y contribuir a una toma de conciencia de las semejanzas y la interdependencia entre todos los seres humanos”. Descubrimiento del otro que pasa forzosamente por el conocimiento de uno mismo, el reconocimiento de un proyecto personal de vida y la oportunidad de tender hacia objetivos comunes orientados, desde la práctica educativa cotidiana, por unas relaciones basadas en el diálogo y la cooperación para superar las diferencias y generar un clima propicio que prevenga cualquier situación de violencia, abuso o discriminación. Es por ello que respetar la vida representa para la educación el imperativo de contribuir al desarrollo integral de cada persona permitiéndole estar en las mejores condiciones para determinar por sí misma qué debe hacer en las diferentes circunstancias de su vida a través de la autonomía personal y el desarrollo del juicio crítico. Como se expresa en el informe Delors (1996): “Más que nunca, la función esencial de la educación es conferir a todos los seres humanos la libertad de pensamiento, de juicio, de sentimientos y de imaginación que necesitan para que sus talentos alcancen la plenitud y seguir siendo artífices, en la medida de lo posible, de su destino”. Todo proyecto educativo centrado en saber “convivir juntos” va unido, por otro lado, a otros valores esenciales como la libertad y la seguridad. Esto significa no sólo la exigencia ética y normativa de favorecer en todo proceso de enseñanza y aprendizaje el ejercicio de la autonomía personal desde la libre expresión de ideas, sino también la creación de espacios de confianza que posibiliten la resolución creativa y pacífica de los conflictos de tal modo que los centros educativos sean lugares justos y seguros.
Si la educación es un instrumento valioso para la transformación humanizadora de la sociedad no es precisamente porque permite la adquisición de conocimientos disciplinares, sino sobretodo porque auspicia formas de relacionarse unos con otros desde la generosidad inequívoca, desde la emoción y desde los sentimientos más profundos del ser humano. Encontrar el equilibrio entre esos dos tipos de conocimientos (disciplinar y experiencial o relacional), conocimientos por otro lado de diferente origen y naturaleza, constituye un motivador desafío para la educación.
En el ámbito concreto de los centros educativos este principio básico de la Cultura de Paz puede concretarse en los siguientes objetivos-guía: 1/ Descubrir, sentir, valorar y confiar en las capacidades personales y colectivas que conforman la realidad y el clima de los centros educativos, para superar las propias limitaciones y dificultades, y que pueden contribuir a un desarrollo positivo y optimista de la vida a través de las relaciones que se dan en las prácticas educativas y que se manifiestan a través de una organización escolar dinámica y eficaz; 2/ Desarrollar la afectividad, la ternura y la sensibilidad hacia quienes nos rodean, favoreciendo el encuentro con los otros y valorando los aspectos diferenciales (sexo, edad, raza, religión, nacionalidad,...) como elementos enriquecedores de todo proceso educativo y social; 3/ Conocer y potenciar en la práctica educativa los derechos humanos, favoreciendo una actitud crítica, solidaria y comprometida frente a situaciones cotidianas que vulneren sus principios; 4/ Valorar la convivencia escolar pacífica, favoreciendo la cooperación y la responsabilidad compartida como un bien propio de la comunidad educativa, rechazando el uso de la fuerza, la violencia o la imposición frente al débil y resolviendo los conflictos a través del diálogo, del acuerdo y de la negociación en igualdad y libertad.
Rechazar la violencia
La proclamación de los derechos humanos, entre ellos el derecho individual y colectivo a la vida y a la paz, constituye uno de los logros más significativos de la humanidad. Sin embargo, es también uno de los más frágiles en un mundo convulsionado por las diferencias y las desigualdades estructurales fuente de conflictos, a veces, irresolutos y permanentes. Los centros educativos no son ajenos a la tensión entre un mundo que aspira hacer efectivo el derecho humano a la paz y la inexistencia de algunas de las condiciones que aseguran su práctica. Por otro lado tampoco son ajenos al fenómeno de la violencia. Una de las primeras dificultades a las que estos se enfrentan es buscar respuestas adecuadas a un fenómeno cuyo concepto no es unívoco. Por consiguiente y en primer lugar es necesario, antes de diseñar cualquier plan de prevención, realizar un diagnóstico inicial de la situación, diferenciando seis tipos de comportamiento “antisocial” que suelen confundirse: la disrupción en las aulas; los problemas de disciplina en las relaciones entre el profesorado y el alumnado; el maltrato entre compañeros o iguales (“bullying”); los daños a los bienes del centro y el vandalismo; las expresiones de la violencia directa; y el acoso sexual. Pero además hay que tener en cuenta algunos ámbitos ajenos a los centros donde se dan procesos relevantes de explicación a ese comportamiento reprobable: la violencia estructural presente en el conjunto de nuestra sociedad; la violencia presente en los medios de comunicación a la que el alumnado está expuesto durante muchas horas diarias; los modelos violentos que se aprenden en el seno de la familia y en el entorno más inmediato; y la ausencia, en muchos casos, de una respuesta educativa adecuada debido al olvido de las dimensiones socio-afectivas en los procesos educativos, especialmente en la educación secundaria, tradicionalmente apartada de las dimensiones no académicas de la educación. Como ha señalado Moreno Olmedilla (1998): “En el conjunto de estos procesos, la violencia que surge en nuestros centros de enseñanza se explicaría por el hecho de que tales centros estarían reproduciendo el sistema de normas y valores de la comunidad en la que están insertos y de la sociedad en general. Los estudiantes, por tanto, estarían siendo socializados en «anti-valores» tales como la injusticia, el desamor, la insolidaridad, el rechazo a los débiles y a los pobres, el maltrato físico y psíquico y, en resumen, en un modelo de relaciones interpersonales basado en el desprecio y la intolerancia hacia las diferencias personales en particular y hacia la diversidad étnica en general”. Si bien el objetivo de los centros educativos no consiste únicamente en rechazar y prevenir la violencia, la propia finalidad del derecho a la educación exige la puesta en marcha de medidas coordinadas en aquellos ámbitos que la investigación distingue como fuente de las variables (individuales, sociales o ambientales, educativas) que influyen en los fenómenos violentos. Como señalan diferentes estudios la acción de los centros educativos representa un importante papel en la interacción entre esos tipos de variables, y constituye, por consiguiente, el núcleo central de todo plan preventivo. La educación más apropiada a las exigencias actuales de acelerados cambios demanda- puesto que sus vidas estarán vinculadas a las vidas, hechos y acontecimientos que ocurren en otros lugares menos cercanos- junto a la preparación de los jóvenes para participar plenamente en su comunidad de pertenencia, la capacidad de comprender y actuar frente a los hechos que se producen en un mundo cada vez más global e interdependiente. Por otra parte, como han reconocido algunas reformas educativas como la española, junto a la función tradicional de la educación de transmitir unos valores y unas tradiciones (socialización) es preciso crear nuevos valores orientados hacia el futuro (humanización) de modo que se superen esos desafíos de manera positiva. Esto significa que los centros educativos deben ofrecer una educación que contribuya en ese proceso de renovación constante que se da en nuestras sociedades y, a la vez, favorecer la participación de los estudiantes en el cambio mismo. Como ha escrito Drubay (1986): “Será, pues, un objetivo fundamental asegurar que los jóvenes estén mejor equipados para abordar el futuro de una manera positiva tanto en su ambiente inmediato como en el futuro en su totalidad”.
            Rechazar la violencia y favorecer su prevención constituye un principio motor de la educación y una de las finalidades que deben orientar los proyectos de centro, guiados entre otros por los siguientes objetivos (Lucini, 1993): 1/ Descubrir, sentir, valorar y vivir con esperanza las capacidades personales como realidades y como medios eficaces que podemos poner al servicio de los demás y que pueden contribuir a un desarrollo positivo y armónico de la vida y del humanismo; 2/ Reconocer y valorar la propia agresividad como una forma positiva de autoafirmación de la personalidad, y ser capaz de canalizarla, permanentemente, hacia conductas y actividades que promuevan y favorezcan el bien común; 3/ Desarrollar la sensibilidad, la afectividad y la ternura en el descubrimiento y en el encuentro con las personas que nos rodean, tanto a un nivel próximo, como a un nivel más universal; 4/ Construir y potenciar unas relaciones de diálogo, de paz y de armonía en el ámbito escolar y, en general, en todas nuestras relaciones cotidianas; 5/ Reconocer y tomar conciencia de las situaciones de conflicto que pueden presentarse, descubriendo y reflexionando sobre sus causas y siendo capaces de tomar decisiones, frente a ellas, para solucionarlas de una forma creativa, fraterna y no violenta.
Compartir con los demás
            Toda práctica educativa, como defendió con tanto empeño Paulo Freire, implica una concepción del ser humano y del mundo. La Cultura de Paz a través de la educación responde a una concepción del mundo que aspira a que prevalezcan los derechos humanos y la justicia social. Ambas cuestiones - educación y justicia social - no han caminado tradicionalmente juntas y han supuesto, en muchos momentos, controversias irreconciliables. Considerarlas unidas, en estos momentos, significa reconocer: primero, la exigencia y presión de la situación real del mundo y su proyección de un futuro posible que demanda reformas imperiosas que respondan al deber moral y político de construir una cultura de la paz; segundo, la aceptación de la educación como empresa moral y política que constituye un cúmulo de prácticas sociales que siempre plantean cuestiones sobre los propósitos y criterios para la acción, sobre la aplicación de recursos y sobre la responsabilidad y las consecuencias de dicha acción; tercero, el análisis crítico del papel desempeñado por la institución escolar en la deslegitimación de las desigualdades sociales a través de su estructura u organización como de su propuesta curricular (Connell, 1997); y cuarto, la incapacidad de la sociedad de producir transformaciones en otros ámbitos que implica que estas se conduzcan a través casi siempre de la educación. Por otro parte, esta controversia nos lleva a considerar que la formación de la ciudadanía debe ser un factor de cohesión social que tenga en cuenta la diversidad de los individuos y de los grupos humanos y al mismo tiempo evite cualquier tipo de exclusión. Así la educación para Cultura de paz se ve obligada a asegurar que cada persona se sitúe dentro de la comunidad a la que pertenece, al mismo tiempo que se le suministran los medios de apertura a otras comunidades.
La Cultura de Paz es por esencia una cultura de la cooperación que implica para los centros educativos la exigencia de una verdadera concienciación sobre su doble papel: educativo y como instrumento para el cambio social. Compartir con los demás implica para la educación una reformulación de la organización escolar, redimensiona el papel de la cooperación como método pedagógico y constituye un desafío para la función docente. Como señala al respecto Jurjo Torres (1994) se hace necesaria la reconstrucción colectiva de la realidad dado que si “la institución es parte importante en la estrategia para preparar a sujetos, activos, críticos, solidarios y democráticos para una sociedad que queremos transformar en esa dirección, es obvio que en semejante misión podremos o no tener éxito, en la medida en que las aulas y centros escolares se conviertan en un espacio donde esa misma sociedad que nos rodea la podamos someter a revisión y crítica, y desarrollemos aquellas destrezas imprescindibles para participar y perfeccionar la comunidad concreta y específica de la que formamos parte”. Esto significa la creación de una cultura cooperativa en los centros educativos caracterizada por los siguientes rasgos (Fullan, M- Hargreaves, A. 1997): compromiso con el autoperfeccionamiento; presencia de la cooperación en todos los aspectos de la vida escolar; amplio acuerdo y consenso sobre los valores educativos solidarios; creación y mantenimiento de un ambiente de trabajo satisfactorio y productivo; desarrollo de la confianza colectiva necesaria para responder de manera crítica al cambio; y reflexión en la acción, sobre la acción y en relación con la acción. Como sugiere Stephen J. Ball (1989): “Cuanto más involucrados personalmente están los protagonistas de la organización, tanto más probable es que deseen influir en su práctica y su ethos para cambiar la organización y convertirla en el tipo de lugar donde quisieran seguir trabajando y enorgullecerse de ella”. Para que los protagonistas directos e indirectos de la educación puedan implicarse es necesario asegurar su participación a través de los canales democráticos ya establecidos que definen y orientan la organización escolar. Pero como muy bien ha expresado Santos Guerra (2000): “Participar es comprometerse con la escuela. Es opinar, colaborar, criticar, decidir, exigir, proponer, trabajar, informar e informarse, pensar, luchar por una escuela mejor”. Y esto, como añade este autor en otro lugar, porque “La democracia no se da a los miembros de la comunidad educativa como algo acabado, como un logro ya ultimado. Es, por el contrario, una construcción en constante dinamismo, una tarea inacabada, un reto permanente, una utopía inalcanzable pero siempre perseguible”.
Compartir con los demás - principio que remite a la cooperación y la participación- se concreta, entre otros, en los siguientes objetivos educativos: 1/ Proporcionar experiencias reales de cooperación, solidaridad y responsabilidad, que favorezcan el aprendizaje de las capacidades con ellas relacionadas, con la participación de todos los miembros de la comunidad educativa; 2/ Mejorar las relaciones, así como la integración de todos los sectores que intervienen en la organización escolar; 3/ Favorecer el trabajo en equipo, el reparto de tareas, la colaboración y la búsqueda compartida de soluciones a los problemas que la organización escolar y la vida escolar genera; 4/ Fomentar la participación responsable en cada una de las unidades organizativas del centro de modo que este alcance los objetivos propuestos en el proyecto de centro de manera coordinada a través del trabajo cooperativo.
Escuchar para entender
Los principios anteriores requieren de la escucha activa para hacer del diálogo, no sólo la constatación, presencia o existencia de puntos de vista y de valores opuestos, sino una disposición decidida a favor de la democracia. El diálogo implica la tolerancia y el respeto a las diferencias como clave esencial de la práctica democrática en la que los actores prestan atención activa con su pensamiento y acción a las diferentes opiniones, creencias y valores que difieren de los propios. Y es, por otro lado, elemento imprescindible de la cooperación y constituye la esencia de la Cultura de Paz que reside primeramente en el encuentro entre las personas y sus realidades históricas y éticas diversas. Encuentro y descubrimiento que a través del aprendizaje dialógico favorece y permite el consenso sobre un conjunto mínimo de valores sobre el que construir y organizar un mundo donde las necesidades humanas básicas de todos sean satisfechas, superando así las tensiones y los conflictos a través del respeto y ejercicio de los derechos humanos. “Convivir juntos” fundamento de la paz exige pues una relación “yo” y “tú” sin imposiciones, en la que cada cual advierte un intercambio y beneficio recíproco desinteresado de manera que a través de esa experiencia se van creando, poco a poco, mayores espacios de confianza. Para hacer realidad la Cultura de Paz son necesarias tres condiciones que coinciden, como señaló Lacroix (1968), en aquellas que hacen posible el diálogo: la fe en el progreso de la humanidad; el rechazo de la violencia, y la referencia a unos valores. La paz a través de la cultura es desde hace años el eje central de una ética global discursiva que otorga al diálogo el papel principal de un proceder y una manera de conducirse en la que tratan de satisfacerse intereses universalizables determinados por los principios básicos contenidos en los derechos humanos. En el ámbito educativo, “escuchar para entender”, es decir, el diálogo, requiere, como ha indicado Jurjo Torres (1991) que el profesorado genere “un clima de reflexión y debate sincero, sin temores ni disimulos, acerca del porqué de los contenidos culturales con los que trabajan y cómo lo hacen; sobre qué dimensiones de la realidad, con qué fuentes y con qué metodología facilitamos la reflexión de nuestros alumnos y alumnas, les permitimos comprender su realidad y les capacitamos para seguir analizando y poder intervenir solidaria, democrática y eficazmente en las diversas esferas de la vida en su comunidad”. Para hacer efectivo ese clima de reflexión es imprescindible el respeto del otro basado en el valor de la tolerancia que es un contenido y una finalidad de la educación que parte del hecho de que nuestra vida, individual y colectiva, está sobresaltada de conflictos, expuesta a las diferencias y condicionada por diferentes y legítimas visiones de cómo organizar la sociedad en la que podamos desarrollar plenamente nuestros proyectos individuales y colectivos. No es extraño pues que la Cultura de Paz tenga en el respeto a la diversidad uno de sus fundamentos. Y exija por consiguiente una acción educativa en y para la tolerancia que implica (Ortega y otros, 1996): 1/Promover el diálogo y el consenso como forma de resolver los conflictos; 2/ Desarrollar la conciencia de pertenencia a una misma comunidad por encima de la diversidad de creencias e ideologías; 3/ Reconocer y promocionar la diversidad cultural como elemento enriquecedor, no desintegrador de una sociedad; 4/ Promover el reconocimiento de la dignidad de toda persona y el respeto a las creencias y formas de vida de cada individuo; 5/ Tomar conciencia de que la uniformidad y la imposición sólo llevan a la pobreza intelectual y a la pérdida de la libertad; 6/ Entender la tolerancia como un estilo y forma de vida.
            El diálogo es un principio y un método pedagógico que orienta todo proceso de enseñanza-aprendizaje e inspira los siguientes objetivos: i) Reconocer y respetar en todos los miembros de la comunidad educativa el potencial y la riqueza que aportan a la acción educativa, para que, a partir de su propia realidad y experiencias se posibilite la educación; ii) Propiciar aprendizajes dentro de un clima democrático de convivencia escolar basado en la búsqueda del consenso; iii) Hacer realidad en la vida de los centros educativos un comportamiento ético respetando y reconociendo las identidades culturales y orientando la formación dada hacia el desarrollo de un compromiso con las problemáticas sociales en la búsqueda de soluciones creativas y pacíficas; iv) Programar actividades para conocer y analizar críticamente la realidad social, política, cultural y económica desde la construcción colectiva de conocimientos y valores.
Conservar el Planeta
            La problemática ambiental constituye, en la actualidad, un importante tema de reflexión y de preocupación tanto para el conjunto de la sociedad como para los organismos internacionales, pues su gravedad pone en peligro no sólo la capacidad de los seres humanos de disponer de los recursos naturales necesarios para su bienestar, sino la capacidad de las generaciones futuras de satisfacer sus necesidades más elementales y alcanzar un nivel de desarrollo humano semejante al nuestro. La propia definición de paz lleva implícita una estrecha relación entre el concepto de desarrollo humano sostenible, la propia democracia y el ejercicio mismo de los derechos humanos.
            Es evidente que el derecho a llevar una vida digna precisa de un entorno medioambiental saludable, pues el ser humano tiene necesidad de vivir en unas condiciones que le permitan su desarrollo personal de modo saludable en el plano físico, mental y social. Como se expresó en la Declaración de Estocolmo (1972) el ser humano tiene el derecho fundamental a la libertad, a la igualdad y a unas condiciones de vida satisfactorias, en un medioambiente de calidad que le permita vivir dignamente y en bienestar, de manera que proteger y mejorar el entorno natural constituye un deber tanto para las presentes como las futuras generaciones. Y esto exige, sin lugar a dudas, que toda acción encaminada a afirmar ese derecho debe inspirarse en dos principios: equidad, necesaria para asegurar un acceso justo a los recursos naturales en relación con un desarrollo económico y social centrado en el ser humano, y participación de la sociedad civil esencial para cualquier estrategia orientada a la acción. Es por ello que la educación ambiental se define- según la Conferencia de Tbilisi (1977) - como un proceso permanente a través del cual los individuos y la comunidad cobran conciencia de su medio y adquieren los conocimientos, los valores, las competencias, la experiencia y la voluntad de actuar de forma individual o colectiva en la resolución de los problemas ambientales presentes y futuros. La Cultura de Paz como conjunto de valores, consensuados a escala mundial es la pieza clave de una ética global que reorienta las relaciones de los seres humanos entre sí, y de estos con su medio natural. Como ha indicado María Novo (1995): “Autorrealizarse sería, desde esta perspectiva, realizarse en y con todo lo existente”.
            Conservar el planeta, es decir, respetar y cuidar a todos los seres vivos como fundamento ético exige una educación (proceso global de la sociedad por la que se conciencia de las problemáticas mundiales y actúa en consecuencia en relación con unos valores) guiada por tres criterios: Mejorar la calidad de la vida humana; Conservar la vitalidad y la diversidad de la Tierra; y mantenerse dentro de la capacidad de carga del Planeta. Estos criterios fijados en el documento “Cuidar la Tierra” y completados y reafirmados por la Conferencia de Río (1992), sugieren la modificación de las actitudes y prácticas personales y sociales; la sensibilización y formación de la ciudadanía para cuidar y proteger el medio ambiente; y el deber de forjar una alianza mundial a favor de un desarrollo humano sostenible. La educación ambiental, como el resto de “educaciones” derivadas de los principios básicos de la Cultura de Paz y que en nuestro sistema educativo español coinciden con los “temas transversales”, no es un enfoque limitado únicamente a la transmisión de contenidos pertinentes, sino que se interesa primordialmente por cuestiones afectivas y axiológicas. Es por ello que junto con los conocimientos interdisciplinares propios, cualquier proyecto de centro integrado debiera estar orientado por los siguientes objetivos: 1/ Sensibilizar a la comunidad educativa ante las problemáticas mundiales, en concreto, las ambientales; 2/ Adquirir conciencia del efecto de nuestras actitudes y comportamientos habituales sobre el equilibrio del entorno, favoreciendo un clima y cultura del centro basado en los principios éticos medioambientales; 3/ Desarrollar actitudes como centro escolar de solidaridad con todos los habitantes de la Tierra ( basar nuestra acción en el respeto de todos los seres vivos); 4/ Mejorar y disfrutar de los espacios del centro educativo como lugares consagrados a la conservación y respeto de la Naturaleza; 5/ Favorecer experiencias socio-comunitarias orientadas a mejorar la capacidad y las posibilidades de aplicar los análisis, las actitudes y los comportamientos ambientales a la vida cotidiana escolar, familiar y social.
Redescubrir la Solidaridad
            El concepto de solidaridad adquiere en la actualidad un significado ético que designa la convicción de que cada persona debe sentirse responsable de todos los demás como requisito que nos ayuda a vivir mejor unos con otros, en un encuentro necesario y libre, en el que cada cual gracias a la cooperación, el desinterés y la generosidad, ofrece lo mejor de sí para el bien de la comunidad, a la vez, que desarrolla también todas sus potencialidades. Como ha escrito M. Buber (1979): “El hecho fundamental de la existencia humana no es ni el individuo en cuanto tal, ni la colectividad en cuanto tal. Ambas cosas, consideradas en sí mismas, no pasan de ser formidables abstracciones. El individuo es un hecho de la existencia en la medida en que entra en relaciones vivas con otros individuos; la colectividad es un hecho de la existencia en la medida en que se edifica con vivas unidades de relación. El hecho fundamental de la existencia humana es el hombre con el hombre”. Pero el significado ético de la solidaridad debe también completarse desde una forma nueva de leer la realidad de manera crítica que nos alerta y previene de algunos peligros como la presión que ejercen los países desarrollados sobre los países empobrecidos; los límites de un crecimiento económico imposible de universalizar con la consiguiente existencia de una nueva ciudadanía que emerge desprovista de algunos derechos; el peso del pensamiento único que impone la globalización económica y el control social a través del dominio exclusivo y excluyente de los medios de comunicación e información... Estos obstáculos o desafíos que ponen en peligro la cohesión social demandan una cultura de la solidaridad disidente (Aranguren, 1997) con otros modelos anteriores caracterizada por ser un valor ético apropiable que no busca el resultado inmediato sino la eficacia en la realización de proyectos de reinserción social, de creación de bienes y servicios necesarios para la población excluida; promueve un movimiento social y ciudadano desde la adquisición y formación moral de la ciudadanía que participa en un proceso comunitario a favor de la justicia; y constituye una experiencia de reencuentro y acercamiento con los otros desde la ternura y la esperanza.
Este redescubrimiento de los valores humanos pretende guiar las dimensiones de la persona desde una nueva forma de construir la organización social que - desde el conocimiento crítico de la realidad- busca y construye una nueva cultura fundada en una nueva forma de comportamiento pro-social y un modo diferente de pensar y de actuar ( De Felipe, A-Rodríguez, L. 1995) que tiene como misión hacer sujetos de derecho a los más desprotegidos. ¿Acaso tiene otro sentido y otra obligación moral nuestra vida que aquella que construye un mundo más justo para todos? Si es así, la educación que se inspira en los valores de la Cultura de Paz requiere una reinvención de la solidaridad que se debe extender desde lo más próximo a lo más distante, desde lo más local a lo más global, desde el ámbito del aula a los espacios de la comunidad. En este sentido, a la educación para la paz y los derechos humanos no sólo le corresponde alcanzar como objetivos aquellos que se derivan de los propios contenidos de los instrumentos internacionales sobre la misma materia, sino también los que pertenecen a una educación en valores que persiga un aprendizaje moral y cívico a través del cual el alumnado conozca y dialogue sobre los problemas éticos más significativos según su experiencia vital; y desarrolle la capacidad de descubrir por sí mismo nuevos problemas, aprenda a construir juicios de valor sobre ellos y responda positivamente a los problemas con los que se enfrenta. Y por otro lado, este aprendizaje de la interdependencia y de la solidaridad -desde un enfoque crítico con la racionalidad tecnológica- debe conducir al fomento de actitudes favorables a la cooperación internacional y a la transformación político-económica de las relaciones entre los pueblos, valorando el cambio social. En síntesis, dos elementos básicos constituyen la cultura de la solidaridad: la solidaridad con los más pobres y la solidaridad internacional. Aquí la educación, instrumento crucial de cambio, debe ser (Fisas. 2001): 1/Una educación para la crítica y la responsabilidad ligada al reconocimiento del valor del compromiso ético, de la asociación con los demás para resolver problemas y trabajar por una comunidad mundial justa, pacífica y democrática; 2/ Una educación pro-social y para la convivencia orientada a constituir un esfuerzo individual y colectivo capaz de contrarrestar la cultura de la violencia (directa, cultural y estructural) y de consolidar una nueva manera de ver, entender y vivir el mundo; 3/ Un aprendizaje útil para transformar los conflictos de manera pacífica en diferentes ámbitos, no sólo en el plano educativo, convirtiéndose así en una práctica social del intercambio y la mediación; 4/ Una educación que desaprenda la cultura del patriarcado y la mística de la masculinidad favoreciendo una convivencia humana sin exclusiones basada en las relaciones igualitarias entre hombres y mujeres; una educación del cuidado y de la ternura que supere las dinámicas destructivas y desnaturalice todo tipo de violencia; 5/Una educación, en definitiva, que se traduzca en cambios de conducta, resuelta a satisfacer las necesidades humanas básicas y a movilizarse a favor de la cultura de paz; democratice el conocimiento y permita el acceso de todos a la información como exigencia para el ejercicio de una ciudadanía verdaderamente democrática; y configure un orden mundial basado en la seguridad humana.
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